Una cuestión de poder
55 años tras el fin de la II Guerra Púnica, el nuevo tributo que Roma impuso a Cartago había sido pagado –200 talentos de plata al año durante 50 años, poca cosa–, pero la ciudad púnica se las había arreglado para prosperar económicamente en su restringida parcela del norte de África. Los romanos habían obligado a Cartago a reconocer la independencia de Numidia, a no expandirse más allá de su territorio –la ciudad y una extensión relativamente considerable de ciudades libio-fenicias más o menos leales–, además, no podía declarar la guerra sin el permiso de Roma, no sólo para atacar, tampoco podía defenderse sin pedir permiso. A efectos prácticos, Cartago era un estado clientelar forzado cuyo tributo había expirado, hecho que sumado al poderío comercial de la ciudad la convertía de nuevo en un punto molesto sobre el mapa del Mediterráneo.
Mientras Cartago estaba atada de pies y manos, Roma expandía su dominio por el resto del Mediterráneo. Los romanos decidieron permanecer en la Península Ibérica, primero como una medida para disuadir a los indígenas de volver bajo el regazo de los púnicos, y más tarde porque la tierra presentaba unas riquezas y posibilidades que acabaron por interesar mucho a la República: nodos comerciales con mucho potencial, vastas extensiones de cereales y una riqueza metalífera sin igual. El problema eran los indígenas. Los pueblos celtíberos –en especial los mesetarios y norteños– llevaban a sus espaldas siglos de tradición guerrera, además de la nula experiencia de ser dominados por otros, y Roma les había prometido ser liberados, no cambiar de dueño.
Pero los hijos de Marte se centraron por ahora en su oriente más cercano, Iliria y Grecia. Su conquista les resultaba mucho más coherente, por proximidad cultural y porque de algún modo se consideraban herederos de los helenos. Además, tenían cuentas pendientes con Macedonia y su queridísimo Filipo V. El mayor deseo de Roma era el de conquistar Grecia, mientras que no tenía claro qué hacer en Hispania, salvo quedarse en las regiones más afines culturalmente –grandes valles y zonas costeras– e ir adentrándose muy poco a poco hacia la meseta sin un objetivo realmente definido.
Así llegamos al 150 a.C. Roma se había expandido, demostrando que verdaderamente era el imperio que amenazaba con ser desde la II Guerra Púnica, y en la capital se había generado una corriente de patricios que, una vez pagados los tributos de guerra, pensaban que se debía proceder a la destrucción de Cartago. Era la espina clavada, habían pasado más de 100 años desde que los púnicos fueran unos vecinos peligrosos, y medio siglo desde que Aníbal pusiera pie en Italia, pero para muchos seguían siendo los enemigos que podían resurgir. Uno de los personajes más influyentes en esta corriente fue Catón el Viejo, quien siempre acababa sus discursos con la coletilla ceterum censeo Carthaginem esse delendam–además opino que Cartago debe ser destruida–. Al final, esta opinión ganó mucha fuerza, y los acontecimientos se aceleraron. Aquel año, Numidia atacó una ciudad libio-fenicia que Cartago auxilió sin el consentimiento de Roma. Casus belli perfecto para la República. Las aguas del Mediterráneo trasportaron naves una vez más hacia la ciudad púnica, que portaban negras nuevas para sus habitantes.
Nuevamente, no se tiene claro bien qué sucedió ni por qué. Algunos afirman que fue un complot entre Roma y Numidia para obtener un casus belli, otros que verdaderamente todo ocurrió sin segundas intenciones de nadie. Cartago mostró una actitud coherente. Ofreció su rendición incondicional, pero Roma quería enviar a los púnicos tierra adentro, y esto no gustó a los cartagineses. Sería el fin de su poder comercial, modo de vida e identidad cultural. Así que finalmente retiraron su oferta y se resguardaron tras las sólidas murallas de su ciudad.
La guerra fue, básicamente, el asedio del ejército romano sobre Cartago, que duró 3 largos años. Además de unos altos y fuertes muros, la ciudad contaba con un puerto impenetrable con dos cuellos de botella, y en caso de penetrar por el mismo, los romanos debían enfrentarse a otra muralla.
Durante los primeros dos años los romanos no hicieron muchos avances en el asedio la ciudad, y las actuaciones de Pisón, el encargado de dirigir las operaciones durante el segundo año, no gustaron al Senado. En Roma pensaron en Publio Cornelio Escipión Emiliano, quien había desempeñado unas labores militares magníficas el primer año como subordinado, salvando el pellejo más de una vez a sus superiores. El propio Catón –de nuevo– se pronunció a favor del descendiente del vencedor de Zama, quien finalmente fue elegido cónsul sin contar con la edad necesaria, y fue enviado a Cartago.
Escipión comenzó a construir una especie de dique para bloquear el puerto cartaginés, cortando las comunicaciones marítimas que daban provisiones a la ciudad. Además, el dique fue lo suficientemente amplio como para plantar maquinaria de asedio y abrir brechas en las murallas. Los púnicos resistieron como pudieron, e incluso consiguieron abrir una nueva salida al mar e incendiar parte de las máquinas de asedio romanas, pero los constantes ataques y las reparaciones a contrarreloj que debían realizar acabaron desbordando a los defensores.
Con el puerto nuevamente aislado y varias brechas en la muralla de la zona portuaria, Escipión planeó un ataque total sobre Cartago, y una operación de limpieza una vez que sus fuerzas hubiesen penetrado en la ciudad. La batalla final se alargó durante seis días, la ciudad púnica se había convertido en un entramado en el que cada casa, templo y plaza eran puntos fuertes donde los cartagineses ofrecían una feroz resistencia. Llegado el séptimo día, unos 50.000 púnicos se rindieron a Escipión, dejando las lanzas por cadenas, mientras varios centenares resistían en los templos más altos de la ciudad hasta que acabaron por suicidarse. Cartago fue derrumbada piedra a piedra, y sus antaño orgullosos habitantes, esparcidos por el Mediterráneo como esclavos.
Roma se sacó la espina largo tiempo clavada, y la reconvirtió en un águila imperial.
Bibliografía
—BAGNALL, N: The Punic Wars 264-146 BC, Oxford, Osprey Publishing, 2002.
—SÁNCHEZ-MORENO, Eduardo (coord.): Historia de España. Protohistoria y Antigüedad de la Península Ibérica vol. II. La Iberia prerromana y la Romanidad, Madrid, Sílex, 2007.
Buen artículo