(Prefacio: Este artículo está lleno de paréntesis para explicar algunos detalles importantes. He intentado que no frenen el desarrollo del texto pero como soy bastante poco hábil en estos menesteres me temo que no lo he conseguido. Las quejas, como siempre, en el archivo situado en la parte inferior derecha de sus pantallas. Sí, ahí, en la papelera).
No es este el lugar dónde hablaremos de la vida y obras de Antonio Pérez, quien fuera secretario personal del rey Felipe II y artífice, en gran medida, del nacimiento de la infausta y falseada Leyenda Negra española. Pero este lugar sí es perfecto para que dediquemos unas líneas a uno de los efectos colaterales que tuvo su famosa traición al rey más poderoso «do mondo».
Corría el año 1591 y las cosas no iban del todo bien en la monarquía hispánica que dirigía desde una tupida estructura de Consejos y despachos el rey prudente. En las calles de Madrid había sido asesinado el secretario personal de su hermanastro, don Juan de Austria, y muchas voces acusaban al propio monarca de estar detrás de la conjura que había desatado aquella muerte. Al final, de un modo un tanto extraño, se había descubierto que el organizador del apiolamiento había sido Antonio Pérez, secretario personal del rey. Fue preso al poco tiempo y, de no haberse escapado de las cárceles de Madrid, su cabeza se habría separado de su cuerpo.
¿A dónde podría ir el muy mentecato? Pues al único sitio dónde podía reclamar una cierta protección para su poco valioso pescuezo: su tierra natal, el reino de Aragón. Pero ¿acaso aquel reino no estaba también gobernado por Felipe II?¿Cómo pretendía salvarse de la larga mano del rey adentrándose en otro de sus dominios patrimoniales? Pues de un modo muy sencillo, invocando el privilegio aragonés de la «manifestación». Y esto sí que iba a liar las cosas.
Antes de seguir avanzando en este relato es preciso detenerse un instante en unas consideraciones de carácter político (lo siento, de veras). Durante la Edad Media una parte muy importante de los territorios europeos se configuraron política y administrativamente entorno al sistema feudal. Este sistema consistía, básicamente, en una estructura de poder piramidal en cuya cúspide se encontraban los monarcas; bajo ellos, en un segundo plano, los nobles y el clero; y abajo del todo, formando la gran base social, el pueblo llano. Este sistema tenía una serie de excepciones que se fueron acentuando con el paso de los años. Unas de estas excepciones eran las ciudades. El encaje de las ciudades o los burgos (de ahí el nombre dado posteriormente a sus integrantes: los burgueses o la burguesía) dentro de la estructura feudal supuso la inclusión de un nuevo sujeto político en un mundo dominado por la sencillez del planteamiento «señor-vasallo». Los burgueses no eran nobles pero eran gente libre y, en muchos casos, dominaban el comercio y las nacientes artes liberales. Los reyes, viendo en ellos un excelente contrapoder a la nobleza, no dudaron en incluirlos en las estructuras organizativas de los reinos que comenzaron a desarrollarse en el siglo XI, las Cortes o Parlamento o Estados Generales o Dieta.
En las Cortes el rey reunía a representantes de la nobleza, del clero y de las ciudades y por medio de diversos compromisos, acuerdos y decisiones, se iban sacando adelante las solicitudes que plantease el monarca o alguno de los estamentos presentes. Normalmente el rey solicitaba dinero o tropas y a cambio otorgaba privilegios, legislaba a favor de unos u otros, impartía justicia, pactaba nombramientos, limitaba su poder o lo que fuese menester. Este sistema se desarrolló en mayor o menor medida en toda Europa entre los siglos XI y XV y aunque no siempre funcionó del todo bien (hubo guerras entre las Cortes y los reyes en prácticamente todos los países) sí permitió desarrollar un sistema denominado monarquía pactista. El concepto de monarquía absoluta vino después y supuso el derrumbe de la estructura feudal medieval al suponer el desequilibrio en el reparto del poder a favor de los monarcas (pero eso ya lo veremos en otro artículo).
Lo importante ahora es quedarnos con la idea de que los reyes medievales no disponían de todo el poder en sus manos y tenía en frente un organismo que aglutinaba en cierto sentido al resto de fuerzas vivas del reino y suponía un freno para la hegemonía total de los monarcas. Ese «equilibrio» quedaba plasmado en los llamados Fueros o Leyes Viejas o Bill of Rights o como se quieran llamar en cada sitio y momento. Estos textos eran compilaciones de los privilegios y leyes que los monarcas habían sancionado en las distintas Cortes y en los que, normalmente, se decía a las claras qué cosas podía hacer el rey y cuales no. En otras palabras, qué condiciones debía cumplir para hacer tal o cual cosa sin que se produjese un «contrafuero» o un acto de abuso de poder y, por lo tanto, ilegal. El asunto era importante porque los reyes, al ser coronados, tenían que jurar cumplir las Leyes o Fueros o sino no recibían la legitimidad del reino y, por extensión, su lealtad. Desde luego, los reyes en cuanto podían se saltaban los fueros o trataban de modificarlos o directamente eliminarlos y las Cortes, en cuanto podían (con un rey débil o niño o con el trono vacío y en disputa), buscaban reforzar sus privilegios y recortar el poder del rey. Todo muy entretenido y lleno de puñaladas, como podemos imaginar.
Volvemos ahora al relato de Felipe II y su secretario huido.
Cuando se detectó la presencia de Antonio Pérez en tierras aragonesas (escondido en un monasterio en la localidad de Calatayud) Felipe II dio orden de que se le apresase inmediatamente. La operación la llevaron a cabo los alguaciles reales bajo el mando del virrey de Aragón, Iñigo de Mendoza, primer marqués de Almenara, quien había llegado al reino unos pocos meses antes y, a su vez, estaba enfrascado en una serie de disputas con la nobleza local. El marqués, logró descubrir el paradero del exsecretario del rey gracias a que compró la voluntad de uno de los ayudantes del prófugo. Cuando procedió al traslado del prisionero a Zaragoza, Antonio Pérez invocó su «privilegio de manifestación» que consistía en ser custodiado por autoridades ajenas al control del monarca hasta que se celebrase juicio. El virrey, pillado por sorpresa, no tuvo más remedio que hacer cumplir el fuero y le encarceló en la «cárcel de manifestados» hasta que le llegasen instrucciones del rey desde Madrid.
La situación comenzó a enrarecerse de inmediato puesto que el reo logró establecer contacto con varios nobles (ni más ni menos que el duque de Villahermosa y el conde Aranda) que estaban realmente incómodos con la presencia en Aragón del marqués de Almenara. A fin de cuentas existía un litigio en el reino desde tiempos de los Reyes Católicos en torno a quien podía ocupar el cargo de «virrey». Los Fueros señalaban claramente que debía ser un aragonés, sin embargo, el mismísimo Fernando el Católico no había dudado en nombrar a un catalán y ahora, Felipe II enviaba a un marqués castellano. Los ánimos, por lo tanto, ya estaban un poco agitados antes de que hiciese acto de presencia el exsecretario real.
El virrey, viendo que las cosas se empezaban a complicar, comenzó a crear a su alrededor una comunidad de intereses políticos en la que consiguió introducir al obispo de Teruel, el arzobispo de Zaragoza, al conde de Sástago y, especialmente, al veterano Juan IV de Lanuza, Justicia del Reino y persona muy respetada por el pueblo y la nobleza. Entre todos comenzaron a debatir como lograr que el exsecretario pudiese ser condenado en un eventual juicio en Aragón.
A mediados de mayo de 1591 llegó una misiva desde Madrid. Antonio Pérez había sido juzgado en rebeldía acusado de traición al rey y se le había condenado a muerte en Castilla. Sin embargo, en Aragón aquella resolución no tenía efecto alguno a ser jurisdicciones completamente separadas. Pero la carta no sólo decía eso. También añadía una orden de arresto contra el reo basada en motivos religiosos ya que, durante el juicio, habían salidos a la luz ciertos detalles que señalaban que existía herejía y, por lo tanto, la Inquisición podía actuar puesto que no estaba sujeta a las limitaciones y garantías forales. Y ahora se armó la gorda.
Nunca sabremos con exactitud qué oscuros secretos de Estado debía conocer Antonio Pérez pero el hecho de que Felipe II estuviese dispuesto a utilizar un tribunal religioso en un asunto meramente judicial nos da buena cuenta de la importancia que tenía para el rey acallar al prófugo. Además, deja bien claro que la Inquisición fue un arma de las monarquías Habsburgo y Borbón netamente política más que una organización al servicio de la Iglesia (lo que trataremos en otro artículo bastante polémico).
El virrey obedeció y el 21 de mayo ordenó el traslado del reo de la cárcel de Manifestados a la cárcel de la Inquisición. El traslado se haría por sorpresa para evitar incidentes pero, de algún modo, los amigos del reo (en especial el conde Aranda) descubrieron el plan y trataron de impedirlo movilizando a una multitud que, sin embargo, llegó al lugar cuando el detenido ya había sido entregado a los alguaciles de la Inquisición en el Palacio de la Aljafería. La multitud, armada con palos, cuchillos y todo tipo de objetos contundentes, dirigida por miembros de la baja nobleza, burgueses y ricoshombres locales, al grito de «¡Contrafuero, contrafuero!», se enfrentó a la escasa guardia del virrey que patrullaba las calles. Comenzaron una serie de enfrentamientos que se extendieron por varias zonas de Zaragoza. Los soldados, ampliamente superados, se replegaron hasta el palacio del virrey pero no pudieron impedir que los insurrectos irrumpieran en su interior. El marqués de Almenara les hizo frente pero fue gravemente herido. Junto a él se encontraba el mismísimo Justicia de Aragón que trató de protegerle pero que también se llevó lo suyo. Unos pocos días después, como consecuencia de sus heridas, moría el virrey y a los pocos meses le seguía Juan IV de Lanuza.
El nuevo virrey, el obispo de Teruel, temiendo que se produjesen nuevas revueltas, y ante una información que recibió en la que se afirmaba que se estaba preparando el asalto al palacio de la Aljafería, sede del tribunal de la Inquisición y lugar dónde se encontraba Antonio Pérez, ordenó que se devolviese al detenido a la cárcel de Manifestados. Sin embargo una nueva misiva llegada desde Madrid el 23 de septiembre exigía que el exsecretario pasase a control inquisitorial de inmediato.
El obispo de Teruel, habiendo aprendido la lección de su antecesor en el cargo, movilizó un mayor número de soldados para efectuar el nuevo traslado. Pero, lamentablemente para él, sus rivales habían hecho lo mismo y, además, contaban ahora con el apoyo de los alguaciles de la cárcel de Manifestados y con el nuevo Justicia de Aragón, el joven e inexperto Juan V de Lanuza, hijo del anterior Justicia. El enfrentamiento en las calles fue esta vez mucho mayor. En algunas zonas de la ciudad se llegaron a entablar algunos combates con armas de fuego. La situación se volvió tan peligrosa que el virrey, junto con las autoridades municipales y muchos miembros de la alta y baja nobleza, huyeron de la ciudad. En la confusión reinante los amotinados sacaron de la cárcel a Antonio Pérez aclamándole como si fuese un héroe.
Los rebeldes se hicieron con el control de Zaragoza y trataron de movilizar desde allí al resto del reino aragonés en contra del rey. Alegaban que Felipe II había traicionado su juramento ante las Cortes y que hacía del permanente contrafuero su modo de gobernar en Aragón. Estos mensajes, enviados por el Justicia de Aragón, parecían realmente escritos por los miembros de la alta nobleza aragonesa que pretendían hacerse con el control del reino, el duque de Villahermosa y el conde Aranda. Desde Zaragoza también partieron mensajeros a Barcelona y Valencia tratando de que el Principado de Cataluña y el Reino de Valencia se uniesen a la revuelta. Sin embargo, ni las ciudades y pueblos de Aragón ni los otros territorios de la Corona respondieron a la llamada de los rebeldes, de hecho mostraron su absoluta lealtad al monarca para evitar suspicacias y sospechas.
Desde Madrid se veía como el asunto de la fuga de Antonio Pérez había derivado en una rebelión abierta que amenazaba la estabilidad y fortaleza de la monarquía hispánica. Además, la proximidad de Francia añadía un extra de peligro a la situación puesto que existía la posibilidad de que aquel reino tratase de beneficiarse de la situación. Felipe II decidió actuar severamente y movilizó un ejército castellano de 12.000 soldados al mando de Alonso de Vargas.
En noviembre el ejército penetró en Aragón desde la localidad de Ágreda y se dirigió a Zaragoza. Esta incursión también era un «contrafuero» pero ¿qué más daba a esas alturas? La alta nobleza aragonesa se puso del lado del rey Felipe II, igual hicieron las ciudades con presencia en Cortes y la baja nobleza se dividió pero no tenía capacidad de movilización militar. Sólo el Justicia de Aragón y sus más cercanos colaboradores trataron de «proteger» el fuero aragonés y lograron movilizar un pequeño contingente que salió al encuentro de las tropas reales. Ni siquiera hubo batalla. Cuando los rebeldes vieron desplegado el ejército real (la mayor parte de él compuesto de veteranos de los Tercios) se disgregaron y emprendieron la huida. El 14 de noviembre Alonso de Vargas entraba en Zaragoza y restituía al virrey en su lugar. Siguiendo órdenes de Felipe II no llevó a cabo represalia alguna contra la ciudad y sus pobladores salvo contra los dirigentes de la alteración. Juan de Lanuza fue ejecutado sin mediar proceso judicial alguno, el duque de Villahermosa y el conde de Aranda (que habían huido) fueron apresados y enviados a Madrid dónde murieron en prisión. Y Antonio Pérez…
Antonio Pérez había escapado de la ciudad en septiembre, cruzando a Francia ese mismo mes y, desde allí a Inglaterra, fuera del alcance de Felipe II y dispuesto a convertirse en lo que es a día de hoy: el origen de la terrible (y mayoritariamente falsa) Leyenda Negra española.
El 20 de octubre, cerrando el falso drama que había sido el origen de la revuelta, tuvo lugar un Auto de Fe en Zaragoza en el que se quemó en efigie al exsecretario del rey y en el que fueron ejecutados (estos en persona) otros nueve líderes de la revuelta. Al año siguiente, en las Cortes de Tarazona de 1592, se modificaban (no se abolían) algunos aspectos del fuero del reino otorgando más poder al rey y plena disposición jurisdiccional a la Inquisición en asuntos «de Fe». Se daba muestra así del uso y abuso que la monarquía estaba dispuesta a hacer de la Inquisición como arma política. También se mostraba que el sistema feudal europeo basado en la existencia de un precario equilibrio entre los reyes y los demás estamentos seguía derrumbándose. Poco a poco se daban pasos hacia un sistema absolutista que alcanzará su cenit en la Francia de Luis XIV y en la España de Felipe V.
Pero esa es otra historia.