Entre 1871 y 1914 occidente vivió una época dorada. El progreso económico, social y cultural parecía no tener límites en un mundo controlado por las potencias coloniales. Es ahora la época del poema The White man’s burden (la carga del hombre blanco) de Rudyard Kipling. Atrás quedaba la época de las hambrunas, la pobreza y las guerras. Siguiendo la guía de la razón, la industrialización y el desarrollo económico, poca gente era capaz de imaginar que los países civilizados y desarrollados estuviesen dispuestos a retroceder.
La guerra entre naciones modernas no era civilizada, no era rentable económicamente. A nadie beneficiaba un retorno a los años de la miseria y la destrucción. La guerra, en definitiva, no era razonable y era muy cara.
Y sin embargo todas las grandes potencias preparaban ejércitos y planes para una guerra que parecía inevitable pero que nadie quería realmente. O eso decían por activa y por pasiva las cancillerías de los dos países con mayores razones para volver a enfrentarse: Francia y Alemania. Y es que ambas naciones se preparaban para zanjar sus disputas de una vez por todas en una última guerra.
La jugada alemana: el Plan Schlieffen.
Tras la salida de Bismarck de la cancillería alemana en marzo de 1890 nada se interpuso ante los planes expansionistas de corte agresivo que el káiser Guillermo II quería llevar a cabo. La diplomacia de la negociación y el compromiso que Alemania había desplegado en los veinte años anteriores se vio sustituida por una política enfocada a obligar a las potencias mundiales a reconocer la posición hegemónica de Berlín en el continente europeo. Y ese giro estratégico arrastraba consigo el fantasma de la guerra.
Sin Bismarck dirigiendo el Imperio Alemán y con el mariscal Moltke recientemente fallecido, el nuevo Jefe del Estado Mayor, el conde Alfred von Schlieffen, recibió el encargo de idear la estrategia militar que garantizase la victoria alemana en caso de que estallase una nueva guerra con Francia. Imbuido de las enseñanzas de Clausewitz y con la experiencia vivida como comandante en la guerra Franco-Prusiana de 1870-71, el conde tuvo muy claro desde el principio que para vencer era preciso asestar los antes posible un golpe irreversible al enemigo en su propio corazón. Y en ello puso todo su empeño y genio militar.
En 1905, tras una serie de proyectos, pruebas y ejercicios llevados a cabo en multitud de campos de batalla simulados, presentó el plan que, a su juicio llevaría al Imperio Alemán a la victoria sobre Francia. El nombre técnico que recibió el proyecto fue Aufmarsch II West, aunque ha pasado a la Historia como el Plan Schlieffen.
El eje estratégico sobre el que giraba todo el asunto era muy sencillo:
Para garantizar la victoria alemana en un plazo de tiempo no superior a ocho semanas había que lanzar una ofensiva gigantesca a través de Bélgica (un país neutral) que permitiese envolver al ejército francés que, presumiblemente, se concentraría en caso de guerra en la frontera franco-alemana. El ataque alemán, por lo tanto, sorprendería a sus enemigos al irrumpir por una zona desprotegida garantizando que, de ese modo, se alcanzaría París en apenas un mes, provocando así la rendición francesa.
Como se puede apreciar el plan asumía que Bélgica debía ser invadida aunque no existiese un estado de guerra entre ese pequeño país y Alemania. Esta situación generaba dos dilemas al que los estrategas alemanes no sabían responder.
Primero, ¿no había dicho Bismarck por activa y por pasiva que jamás había que empezar una guerra? El viejo canciller, muerto en 1898, insistió toda su vida en que era imprescindible que Alemania nunca fuese la agresora en una guerra ya que de, ese modo, se garantizaría que nadie acudiría a socorrer a sus enemigos. Por eso, en 1870, hizo todo lo posible porque fuese el imprudente Napoleón III el que declarase la guerra a Prusia, como ya vimos. La clave del expansionismo era esa: ser siempre el agredido. Ser siempre “la víctima”.
Y en segundo lugar, si se violaba la neutralidad belga ¿cómo reaccionarían el resto de las naciones europeas, en especial Gran Bretaña? Londres había sido el gran valedor de la neutralidad belga desde 1830 puesto que consideraba ese estado como su frontera exterior en Europa. A fin de cuentas en los dos intentos pasados por invadir las islas británicas (con la Felicísima Armada de Felipe II y La Grande Armée de Napoleón) el territorio belga había sido el lugar de la concentración de las tropas que iban a saltar el Canal de la Mancha. Para los británicos una Bélgica francesa o alemana era una amenaza, por lo que garantizarían su neutralidad por la fuerza si fuese necesario.
Cuando el káiser Guillermo II planteó estos inconvenientes a Schileffen y el resto del Estado Mayor alemán, recibió una respuesta muy simple. La ofensiva a través de Bélgica sería tan rápida que Gran Bretaña no tendría tiempo de reaccionar. Antes de que un ejército inglés pudiese cruzar el canal y llegar a Bruselas las tropas alemanas ya habrían alcanzado París y la guerra habría terminado.
Finalmente, nada se opuso al plan Aufmarsch II West. Ni Schlieffen ni el propio kaiser Guillermo II consideraron que Bélgica y su neutralidad fuesen un obstáculo insalvable e hicieron caso omiso al consejo del difunto Bismarck. A fin de cuentas, ¿qué sabría un civil como el viejo Canciller de Hierro del arte de la guerra?
El plan Schlieffen se convirtió en el eje teórico sobre el que se construyó todo el armazón bélico alemán entre 1905 y 1914. El proyecto incluía tres ideas clave basadas en las teorías de Moltke y Clausewitz:
Movilidad y rapidez. Schlieffen partía de la base de que era muy probable que Alemania tuviese que luchar a la vez en dos frentes puesto que Francia y Rusia se habían aliado defensivamente en 1892. Para minimizar las consecuencias de una guerra por los dos flancos era preciso actuar a gran velocidad, antes de que las tropas rusas pudiesen movilizarse por completo (el Estado Mayor alemán calculaba que tardarían entre seis y diez semanas en estar operativas) y supusiesen una amenaza para el Imperio. En esas “diez semanas” el ejército alemán tenía que ser capaz de invadir Bélgica, lanzar una ofensiva sobre París y rendir Francia para, posteriormente, volver sobre sus pasos y derrotar a los rusos antes de que estos tuviesen tiempo de acercarse a Berlín.
Para lograr esto se creó un auténtico plan ferroviario de guerra que permitía a Alemania trasladar sus tropas a cualquiera de sus fronteras en una semana desde que se decretarse la movilización total. El general Von Staaf, jefe de la División de Ferrocarriles, fue el encargado de organizar la parte del Aufmarsch II West referida a los trenes alemanes. En ella organizó al minuto el movimiento de 11.000 convoyes que trasladarían en dos semanas un millón de hombres y pertrechos desde todos los puntos de reclutamiento dentro del Imperio hasta las fronteras con Francia y Bélgica. Además, los espías alemanes habían logrado hacerse con información secreta que revelaba los planos de las redes ferroviarias de Francia, Bélgica y Rusia y la capacidad de movilización de todos los trenes de esos países. Con esa inteligencia en su poder, Alemania podía deducir cuantos soldados enemigos y en cuanto tiempo podían ser trasladados al frente. Además, el Estado Mayor alemán planeaba utilizar la capacidad ferroviaria de sus enemigos para trasladar sus propias tropas según fuesen avanzando en la ofensiva sobre Bélgica y París.
Masividad y coordinación. El plan Schlieffen desplegaba un millón de soldados en una frontera de apenas 200 km. De ellos el 80% participaría en la ofensiva sobre Bélgica y Francia, quedando el resto en posiciones defensivas en las fortalezas de Alsacia y Lorena preparándose para repeler la más que probable ofensiva francesa. El plan alemán marcaba unas fechas concretas para alcanzar objetivos militares precisos. Todo estaba calculado al milímetro y el más mínimo retraso podía suponer el colapso de una ofensiva imparable. Schlieffen optó por dividir sus fuerzas en siete ejércitos. Cinco de ellos serían los encargados de llevar cabo el movimiento ofensivo envolviendo al ejército francés. Sus jefes eran generales experimentados con un sólo objetivo en mente: cumplir con su misión a cualquier precio. Para ello, el Alto Mando les había dotado de una libertad de acción casi absoluta. Moltke «el viejo» señaló claramente a sus pupilos que era preciso que cada jefe aplicase su propio criterio en función de las circunstancias cambiantes que se daban en una batalla. Esta agilidad estratégica era precisa en una ofensiva en la que iban a estar en movimiento a la vez un millón de soldados.
Semejante cantidad de efectivos concentrados en una sola acción militar no se había visto nunca en el mundo. Schlieffen lo tenía muy claro: para garantizar la victoria era preciso lanzar al ataque el mayor número posible de tropas, desbordar por completo las previsiones defensivas de los franceses. Y eso suponía golpear sin cesar a través de las llanuras belgas y del norte de Francia hasta rodear París.
Golpe decisivo en París. Para los estrategas alemanes desde época de Clausewitz el punto débil de Francia era su capital. Tomando la ciudad de las luces el espíritu combativo galo se vendría abajo como ya sucediera en 1871. Para ello, Schlieffen concentró en el Primer Ejército alemán la mayor fuerza ofensiva de todo el esfuerzo bélico del Imperio. El Primer Ejercito debía recorrer en 37 días la distancia entre la frontera germano-belga y la ciudad de París, bordeándola por el norte, en un movimiento de golpe de hoz que le llevaría a tocar el Canal de la Mancha «con la manga del uniforme del soldado más a la derecha». Una vez cruzado el río Somme, debería descender hasta la ciudad de Chartres y una vez allí avanzar hacia el este, cerrando el círculo sobre París. De ese modo tanto la capital francesa como la totalidad de sus ejércitos quedarían atrapados en una bolsa de cientos de km cuadrados, sin abastecimientos y hostigados por los siete ejércitos alemanes. Y eso en ocho semanas.
¿Qué podía fallar? Se preguntaban en Berlín.
Pues, en primer lugar, el conde von Schlieffen abandonó el puesto de Jefe del Estado Mayor en 1906 tras sufrir un accidente. En segundo lugar, su sucesor, Moltke «el joven», sobrino del Moltke victorioso en la guerra Franco-Prusiana, creía que el plan de invasión de Francia debilitaba en exceso las defensas en la zona de Alsacia y Lorena y por eso, año tras año fue reduciendo el número de efectivos que debían participar en la ofensiva a través de Bélgica (del 80% del ejército en 1906 al 60% en 1914). En tercer lugar, nadie había previsto que Bélgica supusiese un problema en la ofensiva y, como se vería más adelante, supuso un hueso muy duro de roer. Por último, en cuarto lugar, los británicos eran capaces de movilizar un ejército «expedicionario» en menos tiempo de lo que pensaban los alemanes y, finalmente, cruzarían el Canal de la Mancha antes de lo previsto.
Y todo eso sin contar que los franceses también tenían un plan y lo iban a ejecutar con efectos desastrosos (para los propio franceses, claro).
La originalidad francesa: el Plan XVII
La derrota francesa en la guerra de 1870-71 se había convertido en casi una obsesión para los militares galos. Tras aquella guerra, y siguiendo un cierto instinto protector, el primer impulso de París fue asegurarse que Alemania no podría volver a invadir suelo francés. Y el mejor modo de evitarlo era edificar una serie de fortalezas que impidieran la extrema movilidad que los prusianos habían demostrado poseer en campo abierto. Ciudades como Verdun, Toul, Epinal, Belfort, Maubeuge, Valenciennes o Lille se convirtieron en bastiones teóricamente inexpugnables. Sin embargo, este caparazón de hormigón y fosos suponía una herida para el orgullo francés.
El recuerdo de la derrota en la batalla de Sedán de los ejércitos franceses y la perdida de Alsacia y Lorena dolía demasiado. Limitarse a ver la guerra de un modo meramente defensivo, reconociendo la superioridad táctica alemana, dejando en manos de los «hunos» la iniciativa futura, era casi peor que recordar la pasada rendición. Había que hacer algo distinto a sentarse de brazos cruzados a esperar la nueva agresión. Francia, con su brillante historia pasada, estaba llamada a recuperar el esplendor del ejército revolucionario de 1789 que había doblegado, uno tras otro, a los ejército de Europa. Era preciso revivir aquel impulso abrasador, aquel élan vital de antaño definido por el filósofo Henri Bergson, ese «espíritu de conquista».
Así, a partir de 1911, esa idea del «élain» francés quedó plasmada en un cambio radical en la teoría militar gala, la idea de una estrategia defensiva dio paso a la necesidad imperiosa de canalizar ese espíritu de conquista del único modo aceptable: mediante la doctrina de la ofensiva a ultranza. Francia no se iba a limitar a refugiarse detrás de un cinturón de fortalezas sino que, en caso de guerra, llevaría a cabo una serie de ofensivas que destrozarían a los alemanes y provocarían, ahora sí, su rendición incondicional.
Los militares que seguían apoyando los planes netamente defensivos, como el general Victor Constant Michel, disponían de información contrastada que aseguraba que los alemanes planeaban lanzar una gran ofensiva a través de Bélgica. Por ello, consideraban vital para Francia concentrar el ejército en la frontera franco-belga con la intención de contener la invasión hasta que llegasen los británicos. Sin embargo, esa estrategia «defensiva» chocaba de frente con la nueva concepción ofensiva de la guerra y, tras un último enfrentamiento en la cúpula militar, en 1911 se abandonó la idea de proteger Bélgica.
El nuevo jefe del Estado mayor francés, el general de ingenieros Joseph Joffre, desenterró un viejo plan propuesto por el ultraofensivo general Ferdinand Foch que casaba a la perfección con lo que se esperaba de un militar moderno. El plan, llamado finalmente Plan XVII, asumía que los alemanes concentrarían sus fuerzas en la gran ofensiva que planeaban lanzar a través de Bélgica. Como consecuencia de ese esfuerzo dejarían desprotegidos su flanco meridional (precisamente Alsacia y Lorena) y sería por ahí por dónde atacarían los ejércitos franceses en dirección a la ciudad de Mainz. Con esa ofensiva, lanzada contra la zona más débil del frente alemán, romperían por la base el movimiento envolvente que se produciría a través de Bélgica y aislarían al grueso del ejército enemigo de sus líneas de suministro provocando su colapso y total rendición en el primer mes de guerra.
Para ello, se concentrarían en esa zona un millón de soldados organizados en cinco Cuerpos de ejército que esperarían a que se verificase que los alemanes habían comenzado su alocada carrera a través de Bélgica. Cuando se tuviesen sólidos indicios de que eso estaba sucediendo se comenzarían una serie de ataques masivos desde Estrasburgo hasta Bastogne encaminados a llegar al río Rhin. Los estrategas franceses creían que las tropas alemanas apostadas en toda esa zona serían poco numerosas (a lo sumo 200.000 soldados frente al millón de efectivos francés) y estarían formadas en su mayoría por reservistas poco aptos para el combate en primera línea. En esas condiciones no podrían contener la marea humana que les iba a caer encima y tendrían que retroceder, aislando así a sus camaradas que, cientos de kilómetros más al noroeste, no podrían ni seguir avanzando hacia París ni retroceder para ayudarles.
Además, París confiaba en que Gran Bretaña se uniría a la guerra de su lado si Alemania, finalmente, no respetaba la neutralidad belga, por lo que podrían contar con un ejército británico desplegado en la frontera franco-belga que entorpeciese la carrera alemana hacia París.
El Plan XVII, por lo tanto, dejaba Bélgica a su suerte y se lo jugaba todo a lograr que los ejércitos franceses, imbuidos de ese élain vital (y una superioridad teórica de 5 a 1) rompiesen el frente alemán en los primeros treinta días de la guerra. A diferencia del Plan Schlieffen, que tenía como objetivo llegar a París, al plan francés no se marcaba un objetivo estratégico concreto sino que era, más bien, una respuesta a la ofensiva alemana con la esperanza de golpear lo suficientemente fuerte como para que Alemania se rindiese.
¿Qué podía fallar? Se preguntaban también en París.
Pues varias cosas. La primera de ellas que Moltke el joven, temiendo la ofensiva francesa precisamente por Alsacia y Lorena, había incrementado notablemente las defensas de los ejércitos desplegados en la región tanto en número (de 200.000 pasaron a casi 500.000 soldados al inicio de la guerra), como en calidad (por reservistas recibieron formación concreta para sus tareas y estaban mejor armados que los franceses). El segundo error de Joffre fue creer que los alemanes no cruzarían por toda Bélgica sino sólo por la zona más al sur por lo que no dispuso de tropas en las llanuras de Cambrai y Arras que estorbasen la ofensiva mientras los británicos desembarcaban. Por último, confió ciegamente en que la consigna de «ofensiva a ultranza» bastaba para garantizar el éxito de los ataques en Alsacia y Lorena y, como se vería en agosto de 1914, eso sólo provocó una serie de matanzas y derrotas francesas en los primeros compases de la contienda.
Y así, llegando el verano de 1914, Francia y Alemania, sin tener ningún roce entre sí (más allá de las viejas heridas del honor francés), disponían de dos planes perfectamente operativos para mandar a la guerra a dos millones de hombres jóvenes. Pero sólo durante un mes y medio, por supuesto. A fin de cuentas nadie quería una guerra larga y cara. Qué tontería. Hasta que llegaron noticias de un atentado en Sarajevo el 28 de junio de 1914…
Bibliografía
– STEVENSON, DAVID: 1914-1918 Historia de la Primera Guerra Mundial. Barcelona, Debate, 2013.
– CLARK, CRISTOPHER: Sonámbulos: cómo Europa fue a la guerra en 1914. Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2013.
– HART, PETER: La Gran Guerra 1914-1918. Historia militar de la Primera Guerra Mundial, Barcelona, Crítica, 2014.