El análisis que vamos a encontrar en esta obra acerca de la literatura rusa, y cultural en general, cobra gran interés cuando uno se fija que es Isaiah Berlin quien lo realiza, y más aún teniendo en cuenta que son relatos personales de aquellos años en los que ser independiente no era tarea fácil. Ponemos este énfasis en el autor debido a todo lo que representa. Como ya vimos en la obra de Ralf Dahrendorf, Berlin fue un auténtico erasmista, uno de los pocos intelectuales que no claudicó su libertad ante las oleadas totalitarias que barrían el viejo continente por esos años. Pero su relato cobra aún más importancia por dos factores que no podemos ignorar: por un lado, se trata de una persona que, junto a su familia, tuvo que huir de su Letonia natal debido a la revolución bolchevique y no por ello se desligó totalmente de la cultura rusa antes y después de 1917. En segundo lugar, resulta fascinante cómo logra elaborar un análisis lo suficientemente objetivo, crítico y enriquecedor para estar narrando unos hechos casi contemporáneos al momento que los cuenta.
Es de sobra sabido la enorme influencia que los intelectuales tienen en la formación de las identidades y pensamientos ideológicos, por lo que no nos debe extrañar que siempre que surja un movimiento con tendencias contra la libertad este ocupe gran parte de su tiempo en controlarles o someterlos a la verdad absoluta que dicho régimen cree. De ahí que a partir del golpe de estado de los bolcheviques en 1917, lo que se conformaría como Estado soviético se preocupara porque estas personas no mantuvieran demasiados contactos personales con otros intelectuales y, menos aún, con el extranjero. La premisa de esto es clara: si el modelo no se corresponde con los hechos, los hechos deben amoldarse para que concuerden con el modelo. Si en su momento alguien le llega a decir a Karl Marx que su pronosticada revolución de los trabajadores se iba a producir en la Rusia zarista, el alemán no se lo hubiese creído, pero así fue. Un país absolutamente volcado a la economía agraria iba a ser víctima de una ruptura que, a coste de sangre y fuego, iba a concordar con los deseos bolcheviques.
Dentro de esa abrupta adaptación, los que se dedicaban a la cultura jugaron un papel importante, es más, fueron con el tiempo asimilados por el Estado como instrumentos públicos a favor de ese proceso. Aquí es donde cobran sentido las palabras de Stalin, en 1932, acerca de los Ingenieros del Alma que tan bien ha definido Frank Westerman en su obra[1]. ¿Quienes son estos ingenieros? Pues son aquellos “intelectuales” (remarcamos las comillas) al servicio del Estado que se encargan de dotar de legitimidad al régimen y para ello, si hiciera falta, distorsionan por completo la realidad y se omite el terror. Eran, al final y al cabo, los portavoces de aquella realidad social científica y objetiva que supuestamente habían descubierto tanto Lenin como Stalin a partir de las doctrinas marxistas. Sobra decir que, por lo general, la calidad literaria de estos personajes es más que cuestionable a palabras del propio Berlin. La obra de Westerman versa sobre la búsqueda de la casi mítica Bahía de Kara Bogaz, la cual encuentra descrita en un libro de Konstantin Pautovski, cronista predilecto del régimen comunista. En esta aventura, el autor descubre que no todo lo que Pautovski narraba era del todo cierto. Una vez llegado a la localización indicada, Westerman se encuentra con un auténtico secarral, debido a las obras hidráulicas que el gobierno de Stalin había mandado para la explotación del sodio de dicho lugar. En las descripciones del cronista nos llama mucho la atención las constantes comparaciones entre Koba y los zares Pedro el Cruel e Iván el Terrible. ¿Cómo puede ser que el gran ídolo del comunismo mundial pudiese ser comparado con los “tiránicos” (valga la redundancia) zares del pasado? Pues esta era parte de la estrategia y actividad de los ingenieros del alma. Tanto Pedro como Iván fueron, en parte, conocidos por sus grandes proyectos que buscaban conectar los grandes ríos de Rusia. La finalidad de todo esto era nivelar la grandeza de ese pasado mitificado con la figura de Stalin, un recurso que no hacía más que asentar el poder del georgiano a pesar de su incongruencia ideológica.
Isaiah Berlin también le dedica no pocas páginas a aquellos que sí podemos realmente llamar intelectuales y que, por lo general, adoptaron aquella actitud que vimos de emigración interior. Estos son Boris Pasternak y Anna Ajmátova, con quienes Berlin logra encontrarse en persona durante sus estancias temporales en la URSS gracias a la colaboración que mantiene con la Oficina británica de Asuntos Exteriores. Pero antes de nada vamos a pararnos en un párrafo que le dedica a Pasternak que define perfectamente esa emigración: «Todo aquel que lo ha conocido sabe que es inconcebible que alguna vez tome partido en un movimiento, campaña o desviación hacia la derecha o la izquierda en cualquier alineación o intriga política o literaria. Es un personaje solitario, inocente, independiente y consagrado por entero a la literatura. Se sabe que su integridad y su inocencia han conmovido incluso a los burócratas más flexibles y cínicos, de quienes por lo demás dependía su supervivencia»[2]. El y Ajmátova admiraban y sentían una gran curiosidad por la evolución del pensamiento en Occidente, debido al frenazo que se dio en Rusia a partir de 1917. Pero no por ello deseaban abandonar su tierra, hacia la cual tenían un gran cariño y admiración. Lo interesante de estas figuras, independientes, es que vivían en un auténtico exilio en su propia patria y esto es algo que debemos valorar. Ellos prefirieron mantener a salvo su libertad intelectual en vez de irse a otros países y enrolarse en esos grupos antifascistas que, al fin y al cabo, no hacían más que acabar con la genialidad de la literatura al someterlos a sus principios.
Desde el régimen soviético, al igual que se hacía desde los fascistas, se prometía la eliminación de todos los problemas y rencillas de la sociedad a partir de esas teorías cientificistas tan inequívocas que hemos citado al principio. Una seguridad que se da a cambio de la libertad, una que promete la calma eterna de las aguas. El problema viene cuando estas se estancan por no moverse, algo de lo que nos alerta Berlin. Decenas de jóvenes literatos que nazcan y crezcan en la mediocridad de la revolución serán perfectas herramientas soviéticas para el control y manipulación de la población. Unos “intelectuales” que, como bien dice Berlin, nunca pasarán a la Historia y menos si los comparamos con otros como Tolstoi, Dostoyevski, Nabokov, Pilniak o los propios Pasternak y Ajmajátova. Una vez iniciada la Operación Barbarroja, comenzó uno de los periodo de relativa calma del terror debido a que Stalin tuvo que acudir a los sentimientos nacionalistas más profundos para poder hacer frente a la Wehrmacht. Para ello acudió a sus ingenieros del alma, aflojándoles un poco la correa, para que comenzaran a escribir una serie de poemas, cánticos, proclamas (de calidad más que cuestionable) que lograran movilizar a una más que reprimida población rusa. Pero esto no fue más que un paréntesis dentro de ese Zig-Zag que el Kremlin practicaba para controlar a la población.
Otro aspecto en el que hace hincapié Berlin, y que acabamos de mencionar, es el proceso de deshumanización que el comunismo soviético produjo sobre su población. Una vez sabido que la Revolución no iba por los senderos pretendidos había que buscar a los culpables ¿Cómo era posible que la tan ansiada rebelión del proletariado no se haya producido en un país con más del 90% de población agraria? Bueno, pues se llegaron a sacar de la chistera a esos chivos expiatorios: llamemosles rusos blancos, contrarrevolucionarios, fascistas o kulaks, la cuestión es que el problema no estaba en el infalible sistema comunista. Ante este choque con la realidad, Berlin señala que el Estado hizo todo lo posible para que los objetivos se cumplieran, y un claro caso lo encontramos en Ucrania con el Plan Quinquenal. Si hace falta inducir una hambruna y enviar a miles de personas a los gulags siberianos, se hará en nombre del futuro prometido para el proletario, hacía falta cascar los huevos para hacer la tortilla y sabemos de sobra quiénes fueron los primeros. El problema aquí es que a veces el terror iba incluso demasiado lejos. Generalmente entendemos estos métodos para lograr el sometimiento y obediencia de una población determinada, pero el caso soviético en los años treinta fue absolutamente espeluznante.
La deliria de Stalin, como relata Arthur Koestler en El Cero y el Infinito, fue incomprensible y paranoica al ir contra los primeros revolucionarios los cuales habían pasado en esos años a ser contrarrevolucionarios, un juego de palabras que no deja de ser útil para entender la mente de un genocida como el georgiano. En el caso de la población ucraniana, aunque podríamos también hablar de otras, el terror fue un paso más y llegó a acabar ya no solo con la libertad de cada uno sino con la propia esencia de lo que nos hace humanos y no animales. Ese estado de control e histeria logró que las personas temieran incluso pensar. Algo que en el fondo tampoco beneficiaba al propio Estado ya que necesita conocer mínimamente, a través de los servicios de espionaje y denuncias personales, lo que pasa por la mente de su población para así mantener un mayor control. Es por esto por lo que Isaiah Berlin utiliza el término de Zig Zag para definir la política soviética. Un péndulo que se mueve dentro del terror aunque con matices, de ahí que en apenas una década se pueda pasar del auténtico pánico de las purgas de 1937 al periodo de relativa libertad en 1941.
Sin duda esta obra del erasmista Isaiah Berlin es absolutamente recomendable para aquellos que no tengan miedo en adentrarse en las cloacas de la URSS y aprender cómo funcionó el mundo de los intelectuales bajo el comunismo. Para ello es requisito indispensable dejar de lado todos nuestros prejuicios ideológicos y estar muy atentos a las palabras de un autor al que no solo se le puede considerar docto en la materia, sino además por ser uno de los mayores intelectuales de nuestro siglo y uno de los mayores defensores de lo que realmente significa el término de libertad, habiéndolo mantenido por bandera en unos años en los que estuvo muy a prueba.
Bibliografía
[1] WESTERMAN, Frank: Ingenieros del alma. Madrid, Siruela, 2005.
[2] BERLIN, I.: La Mentalidad… Op. Cit. p. 160.